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Cómo hacer dormir a un niño o por qué el insomnio produce monstruos



De las peores cosas que recuerdo de criar a un niño pequeño es el no poder dormir. Querer dormir, sin más, tener la necesidad de cerrar los ojos y desaparecer por una noche… unas horas al menos… un rato si acaso. Mi hijo, en cambio, me miraba con los ojos como platos, masticando furiosamente su chupete. Él no quería dormir. Él que podía, que tenía todo el día para hacerlo, que no tenía que trabajar al día siguiente… él no quería dormir.

Aquellas noches en vela, a medida que se repetían, me hacían creer que, por algún extraño proceso de abducción, había abandonado el mundo de la cordura. Entre brumas, se me dibujaban alrededor las paredes de la habitación 101, esa en la que G. Orwell hacía pasar tan malos ratos a Winston en “1984, y le sometía a experimentos de deprivación del sueño, y de ratas enjauladas y no sé cuántas pesadillas más. Al final, el pobre Winston acababa por aceptar que dos y dos eran cinco, y se negaba a creer que alguna vez hubiera pensado que eran cuatro.

Cuatro, cinco… seis de la mañana y seguía sin poder pegar ojo. El niño parloteaba, jugaba con sus muñecos y me daba un manotazo cada vez que notaba que yo me había dormido, aunque solo fuera un segundo. Empecé a dar vueltas por la habitación, mirando distraídamente en las estanterías, no sabía si buscando un cuento para mi hijo o una pastilla de cianuro para mí. Oculto entre otros volúmenes de mi biblioteca (que cada vez se iba pareciendo más a los anaqueles de las escuelas de primaria), apareció un curioso título: “Cambio”. Stop. “Formación y solución de los problemas humanos”, decía el subtítulo. Autor: Paul Watzlawick.

Un cambio. Eso necesitaba yo. Y comencé a releer las páginas subrayadas. Algunas incluso en voz audible. El niño me escuchaba muy atento, como si estuviese oyendo a un marciano.

Las 5 ideas de una filósofa personalmente convencida



Esta mañana me he encontrado una agradable sorpresa en mi correo electrónico. Ángel, de Viviralmaximo.net ha enviado a todos sus suscriptores un pequeño regalito. Se trata de su propia reflexión sobre un puñado de ideas que le han cambiado la vida. Y lanza un reto a los blogueros que le siguen. Nos anima a escribir en nuestros blogs, grandes o pequeños, las ideas que nos han cambiado la vida.

Por de pronto, diré que yo aún estoy en busca de esa idea fabulosa que me cambie la vida por completo. Con el pasar del tiempo me voy dando cuenta de que es como empeñarse en encontrar un unicornio o una sirena: solo se aparecen a las almas puras. Así que prefiero ajustar mis ambiciones a algo más realista, y de momento, me conformo con algunas sugerencias, pensamientos o chispas que me hacen más llevadera la existencia. 

Advierto que la lista no es apta para todos los públicos, que no tengo pruebas científicas para ninguna de las afirmaciones que hago y que no he encontrado argumentos sólidos con qué sustentarlas. Sin embargo, a mí me han funcionado, y me han ayudado a entender que la vida es una travesía de largo recorrido. Conocemos el resultado final, así que lo interesante es centrarse en lo que sucede mientras tanto.  
Un cambio de vida

1. Los dragones de la suerte existen 


Puede que sus escamas no sean de color madreperla, ni tengan la voz melodiosa como un repiquetear de campanas, pero te aseguro que existen. Acuden en tu ayuda cada vez que tomas una decisión valiente. No son visibles al ojo humano, pero notas su presencia cuando te socorren. Su piel es suave como alas de mariposa y transmiten una fuerza arrebatadora.

Me he encontrado con ellos más de una vez. Cada vez que he tomado una decisión arriesgada, incluso ante la incomprensión de muchos, me he sentido arropada por una especie de energía inspiradora que me ha ayudado a seguir adelante. Un dragón de la suerte es esa sensación interna que tienes de estar haciendo lo que tienes que hacer, a pesar de las críticas y hasta del enfado de muchas personas cercanas. Cuando tienes la certeza de que ese y solo ese es tu camino, te sientes imparable, atrapado por una corriente más poderosa que tú mismo, que te conduce, casi sin darte cuenta, al lugar en el que quieres estar.

Los dragones no aparecen inmediatamente; esperan un poco hasta comprobar si tu determinación es firme. Cuando comprueban que así es, se te acercan y su compañía ya no te abandona. Los psicólogos modernos lo llaman coherencia, compromiso, focalización y yo qué sé qué más. Lo que sí sé es que su sustancia es la suerte, son benéficos y van del lado de los que se atreven con lo imposible.

Supe de su existencia a través de uno de mis inmortales favoritos: "La historia interminable", de Michael Ende. No, no es una fábula para niños. Es una narración secuenciada del camino de autodescubrimiento de cualquiera de nosotros. Desde el mismo momento en que sientes que la vida que estás viviendo no es la que quieres vivir, hasta que consigues poner en marcha todos tus recursos para convertirla (convertirte) en algo (alguien) diferente. Las circunstancias pueden ser las mismas, pero solo tú puedes hacerlas jugar a tu favor.

"La historia interminable" merece, definitivamente, una entrada aparte, y se la dedicaré otro día. 

 2. Pide que el camino sea largo

 

 “Cuando emprendas tu viaje a Ítaca /pide que el camino sea largo,/ lleno de aventuras, lleno de experiencias (…)”. Y así otros 33 versos para completar el poema de Cavafis.

Desde que lo descubrí, me convencí de que la vida y los sueños merecen vivirse con intensidad, no por lo rico que puedas llegar a hacerte o la fama que puedas alcanzar, sino por el placer de atreverte a hacerlo. En realidad no importa el resultado, no se trata de obsesionarse con cumplir tal o cual meta; lo importante es ponerse en marcha, ser capaz de tomar tus propias decisiones, de asumir tus riesgos y disfrutar mientras lo haces.

A veces es difícil encontrar el sentido de la vida. Uno se propone novecientos treinta y ocho objetivos que cumplir. Recibe clases, lee libros y se plantea iniciar una empresa, sea esta con ánimo de lucro o no. Si solo te concentras en el resultado, te perderás lo mejor de la travesía. En el camino conocerás gente nueva, aprenderás algo de todos ellos, siempre encontrarás una perla que te inspire. El premio de una vida no se mide en monedas, sino en vivencias. 
 

 3. Hay abundancia para todos

 

La mayoría de nosotros hemos sido educados en una mentalidad competitiva, como si tuviéramos que pelear furiosamente por cada migaja. Vivir con ese desasosiego provoca la creencia de que el mundo es un lugar hostil. Nos hace  incluso desear cosas que en realidad no queremos ni necesitamos, por el simple gusto de mostrárselas  o arrebatárselas a otros.

Cuando vives dentro de ese paradigma, crees que eso es lo normal. Al fin y al cabo, la propia naturaleza es una lucha feroz por la supervivencia. Incluso desde un punto de vista evolutivo, si no tuviéramos ese afán por el medro, no habríamos logrado sobresalir sobre el resto de especies con las que compartimos el planeta.

Un clásico de Marvin Harris ("Nuestra especie") de 1990, me hizo reflexionar mucho sobre este asunto. Los seres humanos tenemos costumbres diferentes, creencias distintas, tabúes ininteligibles. Harris explica cómo esos diferentes sistemas de creencias se sustentan sobre la escasez de los recursos naturales y la necesidad de preservarlos.

Sin embargo, el ser humano, a lo largo de su evolución, ha desarrollado otros sistemas que se han mostrado igual de eficaces, o incluso más, para su supervivencia. Se trata de sistemas cooperativos, de ayuda mutua, de compartir los recursos, de prestar apoyo.

Antropólogos y psicólogos han investigado cómo se traducen esos conocimientos en algo útil para la sociedad de hoy. Elliot Aronson, en "El animal social" (la octava edición en castellano es del 2005), hizo una recopilación magistral de cientos de experimentos de psicología social que ayudan a entender cómo nos relacionamos las personas unas con otras. De sus ideas (el original es de 1975) proceden la mayoría de los manuales de divulgación que hoy en día existen sobre el llamado neuromarketing, comunicación de masas,  creación de equipos de trabajo, técnicas de venta y persuasión.

Sin embargo, la idea de la mentalidad de abundancia no se encuentra como tal en ninguno de estos dos investigadores, y más frecuentemente se le suele atribuir a S. Covey, aunque son muchos los autores que la han desarrollado, sobre todo en la última década.

A mí la idea me llegó de una manera gráfica, se la oí decir a un psicólogo que la aplicaba en su día a día en la gestión de colaboradores. Y puedo decir que me cambió la vida, porque desde ese momento dejé de pensar en los recursos como un bien escaso. Comprendí que la mentalidad de acaparar (lo que sea, dinero, conocimiento, pisos o abrigos de visón) provocaba efectivamente escasez y malentendidos entre las personas. El paradigma de la abundancia, en cambio, permite que los bienes fluyan libremente, de manera que cada uno pueda aportar su porción de valor. El conocimiento empaquetado en bibliotecas o museos pierde gran parte de su valor. En cambio, cuando se permite un acceso libre, genera más conocimiento y más avances. Lo mismo pasa con el dinero e incluso con los sentimientos individuales que podemos albergar hacia las personas que nos rodean. Definitivamente, el mundo sería un lugar mejor si en lugar de concentrar nuestros sentimientos de amor o fraternidad sobre un puñado de personas, fuéramos capaces de extenderlos hacia todos los seres humanos.

La abundancia es, en gran medida, una creación mental. Los valores humanos más importantes (creatividad, generosidad, inspiración, solidaridad) son infinitos. 

4. La buena vida: haz lo que quieras

 

Una vieja película de Frank Capra (“Vive como quieras”, 1938) me hizo entender que las personas no convencionales son las que marcan la diferencia. Que precisamente quienes se atreven a romper los tópicos o las normas sirven de inspiración a la generación siguiente.

Pero no es de Capra de quien he extraído la frase, sino de Fernando Savater. En “Ética para Amador” explica que la buena vida te permite hacer lo que quieras. La sorpresa está en lo que significa la buena vida y lo que quiere decir hacer lo que se quiere.

En resumen, la buena vida consiste en aprovecharla en todas sus facetas; en valorar el cuerpo y la mente como dos herramientas valiosísimas para conquistar la realidad. Hacer lo que uno quiere tiene que ver con el ejercicio de la voluntad, con la capacidad de crear, de tener iniciativa, de hacer real aquello que uno sea capaz de imaginar.

Así, darse la buena vida es ser capaz de crear y vivir la vida que uno ha soñado. Creer en un sueño es el principio de la materialización.

5. Menos es más: simplicidad


En los años (ya son unos cuantos) de mi vida, he pasado por épocas muy extravagantes y por otras muy simples. Recuerdo especialmente cuando estaba en la treintena. Mi vida era bastante complicada. Pensaba que no tendría tiempo para hacer todas las cosas que quería hacer. Así que trabajaba, investigaba, me apuntaba a clases de baile, de yoga, de pintura y de declamación poética; asistía a fiestas, me encantaba disfrazarme, y los fines de semana salía de excursión o practicaba rappel.

Fueron unos años muy intensos, de hermosas vivencias y en los que hice grandes amigos. Algunos los perdí, otros los he ido recuperando después. Ese estilo de vida me obligaba a unos horarios muy extraños, y aunque en mi casa guardaba siempre un orden impecable, lo cierto es que cualquier pequeño contratiempo podía convertirse en una tragedia. Por ejemplo, que se me estropeara el coche era de las peores cosas que podía imaginar, pues significaba un descalabro completo de mi agenda. Era una época loca, en que compraba muchas cosas que apenas usaba. No podía concentrarme en ninguna actividad en profundidad. Siempre me quejaba de la falta de tiempo, de no disponer de suficiente dinero para sustentar la vida que quería llevar, de trabajar demasiadas horas y dormir muy pocas.

Muchas de las ideas que fui poniendo en práctica para cambiar ese estilo de vida las encontré después recogidas en “Simplifica tu vida”, de Elaine Saint James. La autora da pautas muy concretas para hacer tu vida más asequible, y sobre todo, mucho más confortable. En el 2000 publicó una versión ampliada para padres: “Simplifica tu vida con los niños”, que también he utilizado mucho después.

(Me escondo en los paréntesis para decir que si hay una idea que realmente me haya cambiado la vida, ha sido la de tener un hijo…)


Epílogo. Nadie puede hacerlo por ti

Este verso suelto de W. Whiltman es el pensamiento más valioso de cuantos van poblando mi existencia: la vida, tu vida, hagas lo que hagas con ella, es cosa tuya: nadie la puede vivir por ti.

....


No dejes que termine el día sin haber crecido un poco, 
sin haber sido feliz, sin haber aumentado tus sueños.

  (...)
Disfruta del pánico que te provoca
tener la vida por delante.
Vívela intensamente,
sin mediocridad.

(W. Whilman)

Star Treck, responda otra vez (o por qué el blanco no es mi color favorito)

Un tipo de criaturas que me fascina de la saga Star Treck son los Borg. Los Borg son unas criaturas extraterrestres que viajan por el espacio, mucho más allá del cuadrante Alfa. No emplean naves corrientes, tipo crucero como los Klingon. Su tecnología está a años luz de la de cualquier otra especie. No tienen un planeta de origen; en cambio, asimilan la cultura y la vida de mundos completos. A bordo de sus incalificables buques estelares –totalmente esféricos o perfectamente cuadrados– viven enjambres completos de estos seres, conectados a través de algún tipo de ciberenchufe a un servidor común que denominan la Reina Madre.

Estas criaturas pueden presentar casi cualquier aspecto posible. Tienen una parte orgánica procedente de alguna de las más de 200 especies inteligentes de ese universo ficticio: humanos, vulcanianos, cardasianos, ferengi, xindi, etc. Sobre esa estructura de carne se encuentra otra de tipo electrónico sabiamente incardinada.

El resultado final se parece un poco a Frankestein, tierno engendro concebido por Mary Shelley. Igual que el monstruo, los Borg tienen ciertas capacidades humanas básicas, pero a diferencia de él, es su parte mecánica, o electrónica, la que gobierna su comportamiento. Como si estuvieran conectados a un ordenador central (una especie de nube muy sofisticada) son capaces de actuar de manera milimétricamente coordinada. Cada individuo cede su particularidad en beneficio del ente común. Su estructura social es similar a la de las abejas, las hormigas o termitas. Y su capacidad de trabajo y ansia de perfección, ilimitadas.

BORG seven of nine

Un Borg en mi vida



Desde que aparecieron ante los ojos del Capitán Picard, en la saga de "La nueva Generación", me dejaron absolutamente fascinada. Por esa extraña asociación de ideas que caracteriza mi loco pensamiento, llegué a creer que representaban la cultura en su versión más psicoanalítica.

Da un poco de miedo pensar esto, pero os explicaré cómo lo veo yo. Todas las personas nacemos con un cuerpo. Nuestro cuerpo, además de físico, es también químico, o, dicho de otro modo, produce una energía que nos permite funcionar con normalidad, la mayoría de las veces.

Aparte de esto, por una curiosa interrelación entre nuestra química interna y la de las otras personas que nos rodean, vivimos envueltos por una capa emocional que define gran parte de nuestros actos: amamos, odiamos, sentimos asco, dolor o miedo, y todo eso siempre provocado o dirigido por elementos que están fuera de nosotros. Además disponemos de una fabulosa herramienta cognitiva que nos permite entender e interpretar lo que nos pasa y comprender cómo funciona el mundo exterior. Estas dos facultades conjuntas: emoción y mente, es lo que los griegos denominaban psique, origen de la moderna palabra Psicología. Las tradiciones cristianas prefirieron llamarlo alma.

Otras escuelas filosóficas hablan de una tercera dimensión en nuestra humanidad: el espíritu, o esa capacidad superior que nos conecta con la esencia misma del universo. Pero de eso hablaremos otro día.

Si tomamos nuestra parte corpórea (es decir, la física y la química) junto a nuestra parte psíquica (la mente y las emociones), podemos decir que tenemos definida nuestra humanidad: el individuo que somos. Sin embargo, a todo eso que somos bien sea por naturaleza, por evolución darviniana, por gracia divina o por lo que sea, hemos de añadir la influencia de la cultura en la que vivimos.

Por cultura entiendo todo el conocimiento que nos es transmitido a través de las generaciones, y que sería imposible de adquirir individualmente. Imagínate que cada niño que nace tuviera que aprender a cultivar el campo, a hacer pan, a generar excedente, a comerciar, etc., sin partir de ningún conocimiento previo. Eso que nos viene dado desde fuera es la cultura. Se trata de un elemento válido, en principio útil y necesario para subsistir con normalidad en un planeta, el nuestro, poblado por muchas otras especies.

Pero la cultura tiene también otros componentes, en forma de normas sociales, tabúes, modos de comportamiento, que pueden a veces limitar nuestro potencial interno, nuestra creatividad. De alguna forma, la cultura nos impone un corsé en el que debemos sujetar nuestros sentimientos, nuestros pensamientos y nuestros actos, y acomodarlos a lo que “debe hacerse” en cada situación concreta. Eso es muy parecido a la casaca que visten los Borg.

Una situación, una App


En realidad, se trata de un personaje social que vestimos a diario para enfrentarnos a las situaciones de la vida. Es como si dispusiéramos de un traje mental para ajustarnos a cada circunstancia. O, en una mentalidad más postmoderna, sería algo así como una App que nos ayuda a movernos en los diferentes aspectos de nuestras vidas. Por ejemplo, ahora tengo que ir a trabajar, me coloco la WorkingApp; después toca una reunión con la familia, actualizo la FamilyApp. Así para cada uno de las áreas o compartimentos en que dividimos nuestras vidas.

Hace tiempo, en el año dos mil y poco, me encontré de pronto en una situación en que se activaron a la vez varias de estas App, y mi ya de por sí tarada personalidad, a punto estuvo de entrar en crisis. Has acertado, se trata de

Mi Sanjuán más surrealista


Aparte de las fiestas con hogueras, velitas en las playas y flores en el pelo, existen muchas otras formas de celebrar la llegada del verano. Ese año me habían invitado a una reunión de la que sabía muy poco, excepto una exigua consigna: “Ir vestido de blanco”.

La persona que me había invitado pertenecía a mi círculo más wicca, la parte más espiritual de mí misma. Comenté aquello con mis compañeros de universidad, ante quienes siempre he preservado una cara de lo más formal: aplicada, disciplinada y académica. Debí de mostrarme muy entusiasmada, porque decidieron acudir.

Una persona más se unió al evento. Se trataba de Rainy, mi colega de fatigas en el trabajo. Por aquella época yo trabajaba para una empresa de objetivos muy comerciales, y Rainy y yo teníamos que bregar a diario con proveedores, jefes de almacén y reponedores. Esa actividad nos había convertido en una suerte de mujeres viriles, con un rol muy masculino y enérgico. Para colmo y para complicar más mi frágil equilibrio emocional, Rainy pensó en traer a su novio, un argentino, acoplado a otros tres amigotes, de los de fiesta diaria, botellón en mano.

La persona organizadora del evento nos había citado a las seis de la tarde en el aparcamiento de un polígono industrial. En total había llegado a convocar a casi quinientas personas. Todos partieron en sus coches, excepto yo, que esperaba a Rainy y sus amigos. Dos horas más tarde, por fin llegaron… vestidos de negro, con camisetas  de Nirvana y su lema Never mind, varias botellas de alcohol y preparados para el desfase habitual de una fiesta poligonera. Si hubieran llegado un poco antes, se habrían dado cuenta de que el polígono era solo el punto de partida. Habrían visto a un montón de gente tarareando temas de NewAge, vestidos con ropas blancas, muchos de ellos vegetarianos y abstemios.

Nos perdimos por el camino. Rainy y yo no paramos de discutir en todo el trayecto. Cuando por fin llegamos, nos encontramos con una fila de personas vestidas de blanco, con velas en la mano, que se dirigían hacia una cueva bordeada por una pequeña cascada de agua, donde otra persona les ponía las manos en la frente. Formando cola estaba mi amiga wicca. Me saludó vestida con su túnica blanca. Yo llevaba una bolsa de supermercado con un bocadillo, y Rainy cargaba con un bolsón de destilados. Su novio y sus amigos argentinos se movían perezosamente, medio borrachos, destacando con sus oscuras camisetas sobre el blanco y las luces. Apartados de aquella “juerga” estaban mis amigos de la universidad, atónitos ante lo que veían, preguntándome con la mirada qué estaba pasando. Sentí varios pares de ojos dirigidos a mí, cada uno con un interrogante distinto, esperando una respuesta incompatible. 

La sensación que tuve fue la de estar totalmente desnuda. Cualquiera de mis personajes sociales era inadecuado para esa situación. Se habían activado demasiadas App a la vez y mi sistema se estaba descalabrando. Cuando me llegó el turno de pasar por la cueva, formulé un deseo: “Quiero ser una sola persona, no deseo interpretar ningún personaje”. Me he pasado los siguientes diez años tratando de conseguirlo.

Al día siguiente, en el trabajo, Rainy y yo nos miramos al llegar a la oficina. No sabíamos qué decir. Terminamos contándolo todo a nuestros compañeros de trabajo, y, una vez más, decidieron que no éramos personas corrientes. Quizás ya sospechaban que nuestro universo estaba más allá del cuadrante Alfa, en lugares a los que nadie ha llegado jamás.     

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La foto de hoy es de un artista gráfico llamado Shanryan, y la he encontrado en delira.deviantart.com. Mi agradecimiento y reconocimiento a su trabajo.

Loquita Vida mía o cómo no estrellarse mientras conduces un autobús manicomio



Una de las cosas que encuentro más difíciles en esta vida es ser la misma persona todo el rato. Me refiero a no perder la cordura cuando en tu existencia se suceden hechos tan dispares como mantener una conversación telefónica con tu suegra sobre el color de las cortinas, mientras cumplimentas on-line el modelo 390 en la página de la Agencia Tributaria. O apuntarte a las charlas de radio patio y luego acudir a la biblioteca municipal a estudiar uno de esos tochos de preceptiva renacentista que solo me gustan a mí.

No pasaría nada si cada una de estas actividades las realizase uno de los protagonistas de The Big Bang Theory. El problema es cuando se trata de una sola persona, es decir, yo. A veces, el mismo día.  

Me explico


Ayer, sin ir más lejos, a las nueve de la noche, ya en chanclas de estar por casa y casi con el rulo puesto (menos mal que me he cortado el pelo y ahora no tengo que pasar por ese vergonzante aspecto doméstico) bajo a tirar la basura. Un paseo nada glamuroso, vamos: tú me dirás dónde voy yo con semejante bolso de mano. A lo que iba. No bien acabo de pisar la acera, me encuentro de frente con Orlando, mi antiguo jefe. Guapetón, maqueado, elegante todo de negro y acompañado por otros dos amigos en un plan igual de ligón.

No me considero presumida, pero no pude evitar sentirme en una de esas situaciones tipo “Y-yo-con-estos-pelos” en que no sabes dónde meterte. Inmediatamente me planteé cambiar de hábitos a partir del día siguiente, y sobre todo, me propuse muy seriamente dejar atrás mi vida de mujer casada con hijo. En concreto, pensé en llevar a cabo una de estas dos estrategias:

1) Que a partir de mañana sea otro quien baje a tirar la basura, o
2) Cambiarme la ropa interior y ponerme tacones altos previamente a bajar yo a tirar la basura.

Menos mal que Orlando, que siempre me ha mirado con buenos ojos, me dijo que estaba muy guapa. Enseguida olvidé todo lo que había dejado tras la puerta de mi hogar, o sea, las croquetas descongeladas, la ropa sin planchar y los dibujos de Bob Esponja en la tele.

A los que os imagináis que sigue el relato de una noche loca de lujuria e infidelidad, siento decepcionaros: ¡qué más hubiera querido yo! El caso es que de repente pasé de ser una triste ama de casa superada por las circunstancias a mostrarme tal como soy: una mujer organizada, resolutiva, eficiente, amable y con inteligencia emocional. Ah, y con glamour. Bueno, a lo mejor he exagerado un pelín. Solo un pelín.  

Luego más tarde, cuando ya todos dormían y yo aprovechaba para completar el “listado de las cosas que han merecido la pena en este día”, pensé en lo duro que resulta combinar los distintos personajes que nos toca representar en nuestras vidas.

Lo que hay que hacer, Dios mío

 
La menda lerenda
A modo de ejemplo, aquí os presento un trailer con los principales protagonistas del día de ayer, estelarmente interpretados por la menda lerenda

1) Señorita Rotenmeier, recién levantada y sin peinar, marcando el ritmo de la rutina mañanera: despertar al niño, preparar los desayunos, revisar la mochila, caminar hasta el colegio y despedida con beso. Esta última parte interpretada por Mamita besucona 2.0.

2) Working girl. Máscara de pestañas, falda lápiz y portafolio con portátil incluido. Toca ser audaz, entretenida, cargada de energía positiva y con buena oratoria para presentar el power point en la sesión de hoy. Curso: “Liderazgo emocional para colaboradores”.

3) Rácana sin complejos. De regreso del Mundo de Oz, me paso por el supermercado. ¡Pero qué cara está la cesta de la compra! Si no fuera porque lo venden casi todo envasado, me habría dedicado a amargarle el día a la carnicera pidiéndole cuarto y mitad de picada. Seguro que se hubiera acordado del día que hizo pellas en tercero de EGB. Mi versión más bruja. Si piensas en la Vieja del visillo, más o menos te haces una idea.

4) Entrenadora personal, lo que viene siendo la coach de toda la vida. O al revés. En fin, motivadora profesional de un niño de siete años que no le encuentra sentido ninguno a copiar cinco veces en el cuaderno de caligrafía la frase “Miguel come guisantes extraídos de la vaina”. Puff. A inventarse un manual oral sobre: “Las ventajas de tener buena letra”. Explícaselo a un nativo digital. Utiliza frases tipo: “Tú puedes”, “Nada es imposible”, “La buena letra te hará libre”. Advertencia para padres: no se te ocurra emplear ninguna versión desactualizada parecida a “Quien bien te quiere te hará llorar”, o “La letra con sangre entra”. No lo hagas. Aunque tengas muchas ganas de hacerlo. No lo hagas.

5) Kalimero o pollito asustado en la reunión de bienvenida con la tutora del colegio. Sentada en un pupitre enano, con las rodillas aplastadas y el trasero encogido. Voz en off que dice: “Vuelve a revivir el auténtico terror de tus pesadillas infantiles. Acuérdate de la Señorita María Angustias, que en paz descanse, o de Don Heliodoro, que Satán lo tenga en su puchero, y trata de no gritar… si puedes resistirlo”. Tomo notas en un cuaderno sin margen ni cuadrícula y voy haciéndome una idea del calvario que viviré los próximos ocho meses.

Con tal batiburrillo de circunstancias que llamo amorosamente Vida mía, me cuesta entender cómo puede una, dentro del mismo cuerpo y sin el don de la ubicuidad, no volverse loca. Cómo pasar de ser encantadora y amable con tus clientes a convertirte en una orate desencajada mientras haces los deberes con tu hijo. Y todo eso sin dejar de ser una niña asustada.



Speed en Villavaleria


Esta variedad de particulares personalidades que me poseen por turnos (sí, me poseen como sátiros guarretes hasta convertirme en la niña del exorcista) me recuerda algunas de las escenas de Speed, protagonizada por Keanu Reeves y Sandra Bullock. Me imagino a mí misma viajando en un autobús a 50 millas por hora (aunque no tengo ni idea de cómo de deprisa es eso) en una ciudad que no es Los Ángeles, y que ni siquiera aparece en Googlemap.

Atravieso la calle principal de Villavaleria. Sé que no puedo detenerme, o todo a mi alrededor estallará en pedazos. Muchos de los pasajeros se han vuelto histéricos, desencajados. Cada uno trata de imponer su criterio, y se gritan unos a otros “¡Que alguien haga algo!”

Ahí está la Señorita Rotenmeier, que exige, a toda costa, seguir las normas del código de circulación. No sé si darle un sopapo o devolverla a los mundos de Heidi. Luego está la listilla sabelotodo que suele importunarme con sus teorías sobre el comportamiento humano: ponte en su lugar, tiende un puente de oro, consigue el sí (véase manual de Fisher y Ury: “Obtenga el sí”)… ¡Y una porra!… Para ponerme a filosofar estoy yo. La bruja cotilla se asoma en un intento de cameo, pero la dejo tiesa e inmóvil con solo mirarla.

Al final mi pollito Kalimero, vulnerable y quebradizo, aunque más listo que el hambre, es quien se hace cargo de la situación. Vale, puede que en mi Speed reloaded no me parezca mucho a Sandra Bullock, y nunca ganaré el Oscar, ni aquí ni en mi versión Gravity, que también la tengo, pero por lo menos me salva de más de un apuro.

Me coloco el cascarón roto por montera y tiro de la burra, o del volante del autobús, que viene a ser lo mismo. Amordazo a todos los otros personajillos que me incomodan con su cháchara continua y me concentro como puedo en cumplir con dignidad. Al final logro llegar sana y salva al final del día. Otra vez bajo yo a tirar la basura. Sin cambiarme la ropa interior y sin calzarme los estiletos. Hoy no me encuentro a Orlando. Qué pena. Mañana será otro día.


No te pierdas la próxima semana las nuevas aventuras de Kalimero en Villavaleria. Explicaré cómo conseguí reconciliar a todos mis yos en uno solo. Exclusiva versión remasterizada de uno de mis Sanjuanes más surrealistas.

¡Hasta el viernes!