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Atrapado en el tiempo


Siempre que tengo un día tonto de esos en que parece que nada tiene sentido y el tiempo parece no avanzar, echo un vistazo a mi particular filmoteca memorística. Una de las cintas que no faltan y que, inevitablemente, me despierta una sonrisa es Atrapado en el tiempo

La peli tiene ya sus años, más de veinte (es de 1993), y es encantador recuperar la nostalgia de aquellos años, recién terminados los ochenta, viendo a Andie MacDowell jovencísima y con hombreras, y a Bill Murray apuntando ya maneras con la cara entre qué-hago-yo-aquí y estoy-de-vuelta (inocente y ácido) que acabó de cuajar en Lost in translation (2003). 

La mayoría de nosotros la hemos visto en pantalla pequeña, pues es una película que encaja muy bien en las largas tardes de invierno, cuando uno no tiene ganas de complicarse la vida con intrigantes o enredados argumentos, y lo único que busca es entretenerse y sonreír. Enciendes la tele, y ahí está, puntual a su cita. En cualquier cadena, una tarde u otra, entre el otoño y la primavera, vuelve a aparecer. Su eficacia televisiva hace honor a su nombre, y desde luego, si la reponen una y otra vez no es porque no encuentren otro título con que entretener a la audiencia. Es que el film tiene méritos por sí mismo para atrapar al espectador.

Atrapado en el tiempo no es una película para pasar el rato, sino más bien una aguda y amable reflexión sobre el uso que hacemos del tiempo. Todos nos identificamos con la sucesión de mañanas que parecen iguales, en las que mínimos cambios no marcan la diferencia. Reconocemos la cara de estupor de su protagonista cuando, ante las mismas meteduras de pata, recibe los mismos desastrosos efectos, sin reconocer en esa cadena de acontecimientos la lógica de la ley de acción-reacción. Nos sonreímos con sus predecibles y repetidos diálogos, y en todas sus escenas encontramos un trozo de nuestras propias vidas. Hasta en el estrambótico anuncio del Día de la marmota (Groundhog Day en inglés) nos tropezamos con alguna sensación semejante en nuestra cotidianeidad.

Hay una escena inolvidable que seguro que a más de uno le hace recordar la película entera. Se trata del momento en que Phill entra en un bar, para aliviar sus penas y su aburrimiento, tras una sucesión de insulsos días en un pueblo perdido que podría estar en cualquier parte del mundo, pero que está en Estados Unidos. Inclinados sobre la barra, con cara de absoluta desidia y abandono, dos amigos beben una jarra de cerveza tras otra mientras intentan consolarse de su triste destino. "Todos los días me parecen iguales", dice uno de ellos, y el otro añade: "Sí, cada día igual, trabajar, beber, dormir, y otra vez trabajar". Phill los mira suspirando y añade: "Os comprendo", y se une a ellos para beber. 

Cuando el protagonista empieza a darse cuenta de que su situación no tiene remedio, y que ha entrado en una extraña espiral en que los días se enlazan unos a otros y retornan al mismo inicio, al principio se desespera. Busca todas las formas posibles para escapar de la pesadilla: se tira desde lo alto de un edificio, se arroja a las vías del tren, intenta envenenarse. Pero cada día vuelve a despertar. 

Poco a poco acepta que su condición es inevitable, y comprende que conocer de antemano lo que va a pasar le da un gran poder. Empieza ayudando a la gente de a su alrededor, a la huésped de su hotel que se atraganta con el beicon del desayuno, al mendigo que tose junto a un cubo de basura... Algunas veces puede cambiar el curso del destino. Otras no. Adquiere así una consciencia brutal sobre la realidad y acaba por entender dos cosas: primera, que los errores pueden enmendarse, y segunda, que uno nunca sabe cuándo será su último día. 

Decide aprovechar los pequeños ratos de tiempo que le permite el tránsito entre un día y otro, y aprende a tocar el piano, a bailar, a hablar francés. Cosas a las que antes no veía el sentido y que, ahora, aportan un gran valor a su vida, pues las vive como una forma de entrega a los demás, de alegrar sus días. Piensa también en lograr una jornada perfecta, y se esmera por mejorar todas y cada una de las situaciones que se le plantean a diario, aportando, cada vez, algo nuevo, diferente y de impacto dentro de la comunidad en la que se halla. 

Hasta que, por fin, consigue un día perfecto, que no es otro que el siguiente al Día de la marmota. Nada especial, y sin embargo, tan significativo. Él es ya otra persona y su vida nunca será la misma. 

Así que, si alguno de estos días te sientes más o menos como si los días fueran iguales, como si la rutina te aplastara, recuerda que tú puedes cambiarlo. Haz algo diferente. Toma otra línea de autobús. Saluda a los que te cruces por el camino más de tres días seguidos. Aprovecha los microtiempos para aprender algo diferente cada día. Utiliza una frase distinta para terminar tus emails. Realiza esa llamada que has estado posponiendo. Permítete un capricho. Sal a mirar el amanecer... Hay tantas cosas nuevas cada día... Tu misión consiste en encontrarlas.


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