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El emprendimiento explicado por un niño de siete años o cómo la flexión supera la re-flexión

 

Una tarde productiva

El fin de semana pasado fue nuestro último domingo de playa. Nos habíamos sentado toda la familia en una media tapia para contemplar el azul intenso del cielo, en contraste con la línea clara del mar. Si no fuera porque lo teníamos delante, habría dicho que se trataba de un paisaje de Photoshop, perfecto, nítido y brillante, sin un efecto de más ni un tono de menos. 

Tomábamos un helado, cuando el niño, un diablillo rubio que hace ya siete años se instaló en nuestras vidas, se acercó corriendo, sosteniendo un papel mojado en la mano. Al principio pensé que se trataba de una de las muchas bagatelas que los niños son capaces de encontrar en los sitios más insospechados. Es sorprendente la de cosas que guardan en sus bolsillos, desde plumas de gaviota, hasta pedazos de cintas de colores, o semillas rarísimas. Hasta chicles usados le he descubierto yo. Sin envolver.
Mi Mallorca querida

El niño sujetaba entre sus dedos lo que parecía un trozo de lienzo de color verdoso. Un banderín de publicidad mohoso, pensé. Su sonrisa indicaba que había encontrado un pequeño tesoro, y ya me imaginaba el proceso de secado, alisado y posterior custodia en su cofre de tesoros. 

Pero, para nuestro asombro, visto de cerca, aquello no solo parecía, sino que era... ¡un billete de 100 euros! ...cuidadosamente enrollado y ligeramente mojado.

El niño empezó a gritar loco de contento, y a dar saltos de alegría, mientras su padre y yo intentábamos apaciguarle, indicándole que bajara el tono de voz. No era cosa que cualquiera se despertara de su modorra siestera y reclamara el billete. De todas formas, para estos casos, conozco un truco muy bueno. Consiste en preguntar el número de serie. Si no lo sabe, ¿cómo puede demostrar que el billete es suyo? Je, je.

La flexión supera la re-flexión

Mientras decidía si debíamos buscar al propietario del billete, un flashback me devolvió a  una situación que viví en mi propia infancia, cuando todavía no existían los euros, y los billetes más grandes en España eran morados, de diez mil pesetas. Será casualidad o no, pero un día yo también me encontré uno. Lo recuerdo perfectamente; estaba con mi mejor amiga en la pastelería de mi pueblo. Hasta me acuerdo del olor de los pasteles, y de los zapatos que pisaban el suelo. (Bueno, los zapatos no olían, pero también los recuerdo). Había unos mocasines de caballero, marrón oscuro, estilo castellano; unos merceditas negros de niña (creo que eran los míos); y unos zapatos de salón de señora de ante azul. En medio, como una pequeña isla misteriosa, zozobraba a la deriva el billete en cuestión, doblado en dos. 

Mi primera reacción fue darle un codazo a mi amiga, que llevaba unas botas camperas sin cordones de color crema, y señalar con los ojos el hallazgo. Mi amiga no dijo nada, solo se agachó, recogió el billete y se lo guardó. Salimos juntas de la tienda y aceleramos el paso. 

Corrió hacia su madre, que estaba en la otra punta de la plaza, y le enseñó el billete. "Mira lo que me he encontrado", dijo. Y sin que yo hubiera sido capaz de reaccionar, aquel billete voló para siempre de mi vida. No volví a saber nada más de él. Ni lo vi ni lo toqué. Ni siquiera me entregaron alguna sobra en calderilla. Nada. Cero. 

Mi amiga, en cambio, al cabo de unos días, estrenó un par de zapatos, esta vez unas manoletinas, y un vestido nuevo. Aprendí que memorizar el número de serie de un billete no es tan importante como flexionar las rodillas y agarrarlo. La flexión supera la re-flexión.

Actualización instalada correctamente

De vuelta al presente, y ya en casa, no he parado de darle vueltas al asunto. Por alguna extraña razón todo eso ha removido algo profundo dentro de mi psique. Este niño va a volverme loca. ¿Pues no quiere enmarcar su billete en un cuadro como el Sr. Cangrejo hizo con su primer dólar? (Véase el capítulo correspondiente de Bob Esponja, uno de los trending topic de mi casa).

Es fantástica la vida, y elástica, mucho mejor que cualquier tutorial de Youtube. Los vídeos de tu vida vienen una y otra vez, se descargan en tu memoria hasta que se instalan correctamente. A veces es necesario que pase mucho tiempo, hasta que tu cerebro se ha configurado y es capaz de aceptar software novedoso. Por precaución, y por si acaso mi materia gris se veía contaminada por algún virus o bacteria, nunca antes había querido ver la realidad de esa anécdota de este modo, y confieso que llegué a pensar que mi amiga era una aprovechada

Pero bien mirado, y ya con mi sistema operativo actualizado, creo que debo llamarla para felicitarla y para darle las gracias: aquel día me transmitió una gran enseñanza que no había llegado a entender del todo hasta el día de hoy. Al final me ha parecido mejor dedicarle esta entrada, y así compartirla con todos vosotros. 

Pero eso no es todo. Pensando, pensando (no puedo evitarlo, pertenezco a la generación a la que inculcaron la visita a las bibliotecas antes que la consulta de la Wikipedia) he llegado a relacionar estos sucesos con uno de mis libros favoritos. Y el de mucha gente. Reconozco que no se trata de ninguna novedad editorial, pero como aún no he entrado en ningún programa de marketing de afiliados, no me importa.

Mi hijo y Covey

Covey customizado

En "Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva", Steve Covey dedica un generoso capítulo a la proactividad. La define como una mezcla de iniciativa, responsabilidad y compromiso. Iniciativa para hacer las cosas sin que nadie te lo pida. Responsabilidad para entender que nadie lo va a hacer por ti, y compromiso para mantener esa actitud constante en el tiempo.
Vamos por partes, porque el asunto tiene tela.

Iniciativa

Aquí se trabaja
Primero la iniciativa. No se trata de pensar en hacer algo, no es proponerse una tarea, ni emprender a lo loco cualquier actividad. Iniciativa viene de iniciar. Es un verbo de acción. Significa simplemente actuar, dar el primer paso para conseguir algo. Incluso rastreando un poco en su etimología, he descubierto que initiare, en latín, tenía un sentido como de cruzar una puerta mágica de acceso a los más grandes misterios de la vida. O algo así. 

Dándole otra vuelta de tuerca a mis locas neuronas, ahora veo que tener iniciativa es atreverse a hacer lo que otros no hacen. Es colocarse al principio del camino y dar el primer paso. No basta con ver la señal, el dintel que marca la ruta (o el billete tirado en el suelo, sniff, qué pena, aún me duele). Hay que pasar a la acción, hay que flexionar y dejar de re-flexionar. Esto lo he aprendido bien. La iniciativa es algo que se toma, no te la dan.

 

Responsabilidad

Y volviendo a mi traumática experiencia, la pregunta que yo misma me he hecho muchas veces, y que seguramente vosotros también, es: "¿Pero por qué no atrapaste tú el billete?". Me alegro de que me lo preguntéis, porque eso me obliga a encontrar una respuesta. No me agaché a recogerlo porque pensé que no era asunto mío. Vi aquel billete, se le había caído a alguien, y me dije: "Pues que se agache él". Pequé quizás de candidez, creyendo que ese billete ni me pertenecía ni tenía derecho sobre él. Sin embargo, ni mi amiga ni mi hijo pensaron lo mismo. 

En realidad se trata de una cuestión de hacerse o no responsable. Un billete de banco, como cualquier idea, negocio, ocurrencia e incluso el conocimiento o la sabiduría, no tienen nombre ni apellido. No pertenecen a nadie. Son de quien toma la responsabilidad de darles un uso. Un billete tirado en el suelo no vale nada. Una idea escrita en un papel no tiene ningún sentido. Un negocio que no se pone en marcha no aporta ningún beneficio. El conocimiento encerrado en libros no aporta valor. En cambio, la persona que cambia un billete por unos zapatos, está aportando valor; el que pone fecha a la realización de una idea está aportando valor; el que asume el riesgo de hacer, ese está dando valor. El que lee el conocimiento y lo transforma en algo útil, da valor. Está asumiendo la responsabilidad: soy yo el que da sentido a los objetos; soy yo el que hace real lo abstracto. Las cosas no valen nada por sí mismas. Son las personas quienes les dan valor. Eso es la responsabilidad: asumir que tú das valor a las cosas que te rodean.

Compromiso

Sin embargo, todavía queda otro tema pendiente, que mi hijo se ocupa de recordarme continuamente: "¿Qué vamos a hacer con el billete?". Yo me niego a tenerlo enmarcado en la pared del salón, cosa que tampoco sería tan mala idea. Peores obras de arte se han vendido por más dinero. Quizás se trata solo de customizarlo a nuestro estilo. En fin, lo añadiré a mi lista de preocupaciones

El cuadro más caro de mi casa

El caso es que mi hijo es muy consciente de que, como legítimo nuevo propietario del billete, desea invertirlo de la forma más provechosa posible. Lo demás no le preocupa. Ha escrito en su diario la fecha del día en que encontró el billete. Ha recontado todas las monedas que guarda en su hucha y les ha sumado el valor del billete. 153 euros y 74 céntimos. Ha buscado en Playstore las actualizaciones de Minecraft que le interesa adquirir y ha dibujado los planos del nuevo mundo que va a construir. Con lo que le sobre, piensa hacer un viaje para ir a ver a sus abuelos, y el resto se lo gastará en golosinas para sus amigos. Ampliando el círculo de influencia. Mayor compromiso con su idea no puede pedírsele.

Retomando el libro de Covey, leo: "Las personas proactivas (...) se dedican a las cosas con respecto a las cuales pueden hacer algo. Su energía es positiva: se amplía y aumenta, lo cual conduce a la ampliación del círculo de influencia" (página 97 de la edición española de Paidós, año 2002). Más adelante (página 107), dice: "Los compromisos con nosotros mismos y con los demás y la integridad con que los mantenemos son la esencia de nuestra proactividad".

O sea, que en eso consiste el compromiso. Nada que ver con anillos matrimoniales ni promesas que da pereza cumplir. El compromiso es ser coherente con uno mismo. Actuar acorde a tus valores y tus creencias. Mantener la constancia de tus decisiones en el tiempo y en el espacio, a pesar de las circunstancias y el entorno. 

 

Epílogo y hasta luego

Así me he quedado yo, con la boca abierta, después de tamaña lección en alguien tan menudo. Sin nada que añadir. 

Aunque ahora le doy vueltas a eso del karma: ¿será que aquel billete de diez mil que no quise tocar ha vuelto a mí en forma de niño? Porque en ese caso, la responsabilidad y el compromiso vuelven a insistir para instalarse en mi obsoleto cerebro. Aunque, claro, a mi hijo no lo encontré en una pastelería, algo de iniciativa sí que tuve...

No lo sé, estoy hecha un lío, ¿qué pensáis vosotros?

¡Hasta la próxima semana!
 
 

2 comentarios:

  1. Qué bien escribes, qué interesante post :)

    Yo creo que, también un poco al hilo de tu anterior entrada, no es el karma, es la vida que se repite, y la repetición es monotonía salvo que uno esté ahí actualizándose para darle significados nuevos y entender las mismas cosas de formas distintas; con suerte, más más enriquecedoras y que traen mayor felicidad.

    Me voy a enmarcar eso de "la iniciativa es algo que se toma, no te la dan". Treinta años sin hacer mucho ruido esperando a que alguien me dijera si podía hacer o no hacer cualquier cosa. También creo que es una forma de educación. Mis padres me han educado en el no hagas nada que no te diga, deja que lo haga yo, ten cuidado, no vayas a los sitios sola, etc. Parece mentira las consecuencias tan largas que tienen los condicionamientos de la infancia. Por lo visto, tu chiquillo va pronto por el buen camino :)

    ¡Saludos!

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    1. Muchas gracias, Cristina.
      Me parece estupendo que empieces a tomar tú la iniciativa de las cosas de tu vida. Al final, nadie va a vivirla por ti, así que ¿quién mejor que tú para decidir qué hacer o no hacer?
      Un abrazo.

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